La muerte de Juan Martínez

Juan Martínez ha muerto.

     Hoy la noche aplasta en sus sueños a los durmientes de la Calzada del Panteón. Duermen intranquilos, sudorosos; se retuercen en sus camas y gesticulan angustiosamente. En su interior, estómagos se enrollan hacia dentro. Adquieren pesadillas, las tinieblas les crecen. Relámpagos se derraman bajo sus párpados. Su respiración se corta y jadean, agitados.

     En medio de la tormenta aparece un hombre prieto de bigote blanco que mira nostálgico, incómodo, enfurecido, a los durmientes. Es Juan Martínez.

 

Juan Martínez ha muerto.

     Despiertan.

     Juan Martínez era una bestia disimulada, una traición a la confianza, un disparo en la nuca.

     Despiertan en una madrugada profunda y engañosa como cordillera.

     Juan Martínez era una piedra dura, muy afilada, una piedra manchada de sangre.

     La oscuridad del aire es densa y fría.

     Hoy su hogar no es más que un vestigio agrietándose en torno a surcos de bala, eso es Juan Martínez.

 

Desprenden de sus cuerpos blancos y espesos vapores como telarañas tejidas de niebla.

     Juan Martínez se eleva en el cielo vacío y nos mira por última vez, con sus hondos ojos, sonriendo.

     Los durmientes derraman una lágrima para volver al sueño.

     Juan Martínez ha muerto.

     Y lo hizo por cuenta propia.


Gabriel Isaí Martínez

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