Puertas y ventanas cerradas en mi cuarto
Los cigarros son fogatas urbanas donde se reúnen tribus, hechas de una sola persona y sus múltiples voces.
Desnudo, temblando. Siento el ataque de un viento frío, tan profundo, que pienso: “todo lo que es caliente y palpita en mi interior me abandona para siempre.” Seco este cuerpo, no alcanzo a vestirlo, sólo alcanzo la cobija; dentro de ella lo refugio en un abrazo, fuerte, porque quiero apaciguar su materia. Respiro. Caen gotas en mis hombros, se precipitan por el barranco que tengo en el pecho. Respiro más hondo. Podría creer que este frío me proviene desde adentro.
Estoy congelándome, sin nada más que yo mismo, buscando calor en una parrilla eléctrica. Y estoy mil veces mejor que en todas las otras noches de “¡me das asco, me das muchísimo asco, mírate al espejo, ve todo el asco que das!”. He decidido irme lejos, muy lejos, a la mierda no creo, porque la mierda era ahí, pero sí lejos. No me importa en qué condiciones, a estas alturas lo prefiero todo antes que regresar. En cualquier otro sitio, apartado, estaré a salvo, seré más feliz.
Debería vestirme. Estar desnudo es agradable, el frío no. Quiero bailar, ahora que nada me obstruye, pero no me muevo; quiero estar loco, desbocado ―todas mis células sin límites―, pero mi cuerpo no responde.
¿Qué pasará si salgo a la calle así? Nadie lo apreciaría, todo el mundo se aterra si te atreves a desnudarte ―a menos que digas “soy artista”―. De cualquier modo siempre habrá gente para lanzar pedradas, cuando alguien se atreve a existir sin permiso hace enemigos donde quiera que vaya, desconocidos que quieren matarte sólo porque tienen el poder de hacerlo.
Quiero salir, pero vestido. Estoy teniendo muchos delirios.
Cerrar los ojos, inhalar. ¿Cómo confías en el aire que no puedes ver?
Afuera todo es negro: la hora, el lugar, la vida. Camino sin encontrar algo diferente a este muro de oscuridad, abandonado. ¿O no?
―Vienes conmigo, ¿es cierto? ―ciegos los dos, tan repetido, tan mecanizado nuestro camino, que ni sentimos a la noche arrancándonos la vista―. Fíjate si no vienen un par de faros sobre la carretera.
Me ofrece una cajetilla con un hombre rojo, un mar color cian y dos faros negros impresos en ella. Acepto un cigarro, me ilumina un fósforo.
Siempre aparece así. Nos quedamos juntos en medio de la noche, fumando en silencio; esta vez, mientras esperamos el transporte público.
Me gusta fumar a su lado. El camino ha estado largo rato vacío, por momentos siento palpitar la tierra y tengo la impresión de estar junto al vientre de una colosal bestia. Ni una palabra nos dirigimos; humo, únicamente humo, humo invisible. El frío cala hondo, guarda silencio. Sólo veo el halo rojo de nuestros cigarrillos, fumamos uno tras otro para que haya, por lo menos, dos luces rojas. La noche es tan densa, que cuando por fin pasa un taxi foráneo siento que las chispas de papel encendido brillan más que las linternas del auto. Nos miramos, parpadeamos lentamente, asfixiamos los fuegos y subimos.
El pensamiento es un horror inexplicable.
―Al final, terminé por decirlo.
―Estoy muy orgulloso de ti.
El interior del taxi también es negro y frío. Por las ventanillas veo correr las luces, huyendo, fugándose.
―Es que me puse a pensar qué significa vivir en una casa homofóbica. Y si a eso puedo llamarlo realmente un hogar.
Las luces del mundo corriendo detrás del cristal, fuera de mi alcance.
―Cada noche me preguntan a cuántos hombres me cogí.
Las luces del mundo haciendo que nos veamos a contraluz.
―Tienes la mirada completamente roja.
¿El iris, la esclerótica? ¿Algún recuerdo del halo de los cigarrillos? ¿Llanto, una gota de sangre?
―Es mi mirada solamente.
¿Una confesión?
―Quiero detener el sufrimiento, quiero… drogarme, suicidarme y nada más.
Nada más que silencio.
¿Te imaginas que nos comunicáramos?
Bajamos. Caminamos otra vez sin palabras, otra vez a ciegas. Inevitablemente lo veo de reojo. Tengo la impresión de que su rostro me fuerza a mirarlo, con un magnetismo extraño, como si quisiera fundirme a él, como si estuviera esperando algo de su boca. Nuestros cuerpos se acercan, sin dejar de andar. Volvemos a encender los faros, uno tras otro, nos abren paso entre la penumbra. Se detiene, me habla:
―Eres fuerte porque sigues vivo. ―Su mano en mi mejilla, el brillo rojo de su mirada tan sosegador.
Nos abrazamos. Con sus brazos me estrecha hacia él. ¿Quiere hundirme en su materia?
―Somos ―le digo―, tú y yo, fuertes porque nos tenemos el uno al otro.
Interpretamos una antigua danza, perdida en la memoria, censurada: un beso. El tiempo se vuelve, espeso y largo, placentero. Apago mi faro para que nadie pueda vernos. La oscuridad nos permite el pacto. Me siento completamente diluido en su pecho.
Me da miedo porque esta vez estoy pensando en cómo hacerlo.
Ahora varado en el aire ¿Qué pasa?
Intento buscarlo con los brazos, pero sólo aleteo en el vacío. No veo ni siquiera el piso, estoy flotando sin asideros. ¿Puedo dar algún paso? No, es igual que atravesar entre piedras.
―Ya lo entiendo, amor, la noche es ese enorme monolito que nos separa. Unimos fuerzas y podemos cruzarlo a gatas, tomados de la mano, sosteniéndonos en estas ranuras tan diminutas. No cabemos en el mundo que hay entre las grietas. Me gusta fumar contigo, quiero hacerlo para siempre. Subámonos a una columna de humo, amor, vámonos más lejos todavía…
¡Una luz, una luz! Eres tú. Tu cuerpo se deshace. Das una última calada ―tan hermoso, tan el mismísimo fuego―. El viento te lleva junto con las cenizas del último faro. Entre bucles negros veo esa sonrisa en la que tantas veces me mecí y fui feliz.
―Gracias ―me despido.
Ayer sólo resistí dos horas después de llegar a casa.
Gabriel Isaí Martínez
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