Visita al animal de agua
Chispeaba esa tarde. Un par de ojos tristes miraban sentados la caricia que el viento daba a la milpa. Vino entonces el clásico suspiro: el parpadeo que se prolonga, la respiración profunda, y el ah. Poco a poco había juntado cierta serenidad que en sus tiempos libres sopesaba en su corazón con alivio sintético, una plenitud artificial que veía caerse a ratos y recogía temblando de miedo. Pero en ese momento todo era paz. El viento también le acariciaba y se sentía bien, en orden. Disonante, pero en orden. Paz era todo lo que había: quietud, el viento, la milpa, su cuerpo y el plácido tamborileo de la lluvia como siseo de culebra... no, mejor no. Sólo el viento, la milpa y yo. La lluvia…
― ¡La lluvia!
Se enclaustró. Trató de dormir, no sabe si lo logró. Solo sabe que en medio de las tinieblas oía la milpa cantar con voz de lluvia ese mensaje que tanto tiempo había estado esperando, un mensaje lejano, y sin embargo nítido. El cielo mordió la tierra con su helado colmillo de rayo. De pronto ya sentía las frígidas gotas bajando por su espalda y los cabellos empapados chorreando en su frente. Sin avisar, sus zapatos se llenaron de lodo. Cuando se dio cuenta ya estaba dentro de un autobús que corría para donde el sol se despide. Miraba por la ventana los charcos sacudiéndose al aceptar la lluvia. Se quedó hipnotizado, en uno de los ratos cuando el autobús descansó, viendo cómo las ondas en el agua se relevaban unas a otras sin chocar ni perturbarse entre sí.
Bajó del autobús, justo en la esquina donde se alargaba el trazo negro de asfalto que parte las calles de esta ciudad en dos. Corrió sobre él con los ojos cerrados, para no ver todas esas viejas y descuidadas casas cayéndose. En la oscuridad, oía los bucles espumosos de una cascada, junto con aquel fulgor rojizo colgando de las fauces de La Pantera. Todo sonido del mundo fue entonces el eco del ronroneo grave y profundo de la bestia, en esa oscura cueva que era su pelo negro. Sus manos cayeron al piso, se volvieron agua y polvo de piedra. Dio un rugido, tosió; sus ojos siguieron cerrados. Corría ahora en cuatro patas, sudando, viendo con el olfato ese sendero de olor a jazmín que andaba, que trepaba por las fachadas descarapeladas, que saltaba de azotea en azotea, que cruzaba el aire por largos tramos, ese camino intermitente que se iba y luego reaparecía encriptado en el aire; en cuyo final, esperaba paciente La Pantera.
La Pantera que de madrugada es libre deslizándose sobre los muros de esta vieja ciudad. Animal voluble, parda nebulosa que baila entre edificios. Animal de agua, de cuerpo diluido en la atmósfera. Separa la pintura de los sillares de cantera al andar sobre ellos, esa es la marca de sus huellas; en todo donde la veas, ahí ha andado La Pantera, ahí huele a jazmines, porque eso rojo que lleva en las fauces va palpitando el aroma a jazmín.
La noche era ya. La lluvia había dejado de ser un tamborileo, era un par de timbales con ritmo violento. No había más calles, solamente arroyos. Los ojos seguían tristes, cerrados. Tenía a La Pantera enfrente. Lo sabía porque al aire era denso, líquido, y eso solo pasa cuando está cerca La Pantera. Avanzaron para encontrarse, La Pantera con sus garras que nunca tocaban el suelo y los ojos tristes con sus pies y sus manos desnudas, frías, aferrándose a las piedras mojadas. Se tocaron. La Pantera sujetó sus hombros, le acercó sus fauces, el fulgor de los jazmines, y reveló sus ojos amarillos. El mundo entero se redujo a una sinfonía salvaje.
La sintió elevándose en la oscuridad. Vio su figura aparecer entre aquellas tinieblas: La Pantera trepando con sus patas traseras la lluvia, arqueándose conforme la música se hacía más estruendosa. Más, más y más. Sintió cómo podía elevarse con ella, cómo con su propia sangre en las manos podía trepar también la lluvia. Sangre que olía a flores magentas, sangre que brillaba como el fulgor rojizo en las fauces de La Pantera. Se sintió tan feliz.
Abrió los ojos, para encontrar todas esas viejas y descuidadas casas cayéndose encima suyo.
Gabriel Isaí Martínez
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